
El aumento desaforado de la población durante los últimos 200 años, la carga industrial y el flujo descontrolado de desechos llevaron el río al colapso. El pecado original es de los españoles: en su loca y cruel búsqueda de El Dorado se instalaron aquí, en una sabana a 2.600 metros sobre el nivel del mar.
Nadie que tuviera planes serios de quedarse hubiera fundado una ciudad entre el piedemonte y las lagunas, los lagos y los humedales, que antes habían dominado los Muiscas. Pero ellos sí. El villorrio que les sirvió de campamento para su tropelía, se fue volviendo ciudad sin querer y terminó siendo capital de la República, alejada de todo.
En retrospectiva, fue una pésima decisión, porque implicó la necesidad de desaguar la sabana y de construir sobre tierras inestables y arcillosas. Con ese objetivo se importaron especies exóticas, como los urapanes, las acacias y los pinos del Canadá, muy efectivas para absorber el agua. Lo cual fue un error: la sabiduría de las 300 especies nativas del bosque alto-andino cumplía a la perfección con esa labor de regular el ciclo hídrico.
Así se formaron los humedales, que son los brazos abiertos del río en tiempos de invierno. Si el agua viene sucia, el entramado de los humedales la purifica. En verano, dejan fluir el agua y se forman verdes praderas. A la Sabana de Bogotá hoy solo le quedan 700 hectáreas de humedales, cuando tenía 50 mil.
Los humedales son además magníficos hoteles para las aves migratorias, de las que en este país poco se habla: si acaso cuando un infortunado pero notable rector y caminante se pierde en Estados Unidos, buscando un ejemplar para fotografiarlo antes de su extinción.
Culpable principal: el Acueducto
Todo este proceso contó con la activa participación de la Empresa de Acueducto de Bogotá, tal vez el principal depredador del río, al descargar directamente todas las aguas negras de la ciudad, sin el menor tratamiento. Desde los años 50, la empresa es consciente de pavorosos diagnósticos sobre la salud del río, sin que haya nunca buscado una solución integral para descontaminarlo.
En 1952, Franscisco Wiesner y sus ingenieros tenían claro que no bastaba con construir una red de acueducto y alcantarillado: era indispensable construir también un sistema de saneamiento básico. Pero mientras se decidían a echarlo a andar, la ciudad se expandió desordenadamente hacia el sur y el norte y en ese proceso se acabó con la vocación hídrica de la sabana.
Ya en los años 90 vino la multinacional francesa Suez-Lyonnaise des Eaux con su propuesta de un sistema integral de descontaminación del río que requería construir una planta de tratamiento en cada uno de los tres afluentes principales, los mayores tributarios de contaminación: el río Juan Amarillo (que trae la contaminación del norte de la ciudad), el río Fucha (que trae los desechos del centro) y el río Tunjuelito (que trae los del sur y los lixiviados de Doña Juana). La solución era técnicamente correcta, aunque incompleta pues olvidaba al río Soacha, el más contaminado por la actividad de canteras y de industrias de Cazucá.
Desafortunadamente solo se pudo construir una de las plantas, la del Salitre, cuya operación mensual cuesta unos 4.000 millones de pesos y solo alcanza a tratar la mitad del agua y luego la devuelve al río, para que se contamine de nuevo –estúpidamente– solo unos kilómetros aguas abajo. Los gerentes del Acueducto desde 1952 deberían pagar con su patrimonio los pasivos ambientales que han causado a la ciudad por sus malas decisiones y por su falta de visión.
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